30.10.09

Patricio Pron: «La literatura es un oficio ridículo: convertir el vicio privado de la mentira en una virtud pública»

Con El comienzo de la primavera se instaló el año pasado, y casi de golpe, en el mundo literario español: ganó el Premio Jaén de Novela, fue publicado por Mondadori y quedó entre los finalistas del Premio Lara, que elige los mejores libros del año. El narrador rosarino habla aquí de la experiencia de vivir ocho años en Alemania y su mudanza a Madrid, de sus colegas de La Joven Guardia y de cómo busca ser un «digno sucesor» de la tradición literaria argentina.

Por Cristian Vázquez

El acento argentino de Patricio Pron se quedó extraviado en algún lugar de Alemania. Luego de vivir durante casi ocho años en ese país, donde trabajó como asistente en la Universidad de Göttingen y elaboró su tesis doctoral sobre la obra de Copi, este rosarino habla hoy con una entonación y una pronunciación raras, un castellano difícil de atribuir a alguna región del mundo en particular.

El castellano, precisamente, volvió a ser el idioma de sus charlas casuales, de cuando baja a comprar el pan, de las indicaciones en la vía pública, en enero del año pasado, cuando decidió terminar su ciclo alemán y mudarse a Madrid. Y debieron pasar pocos meses para que se insertara, casi de golpe, en el universo literario español. Eso ocurrió con El comienzo de la primavera, obra ganadora del Premio Jaén 2008 y considerada una de las mejores novelas del año por el jurado del Premio Lara.

La excelente recepción del libro por parte de la crítica y los lectores se expresa en el fragmento de una carta publicada meses atrás en la Revista Eñe. Escribe Mónica Carmona, editora de Mondadori: «Empecé a leer El comienzo... con la misma esperanza tragicómica que tenemos siempre los editores: encontrar una novela que desprenda luz propia [...] Convencida de que tenía entre manos una novela sólida, terminé la lectura y pensé que se debía publicar; insisto, se debía publicar». Y así lo hizo.

—Hace unos meses decías que estabas un poco sorprendido por el éxito de la novela, que no esperabas que las cosas en España se te dieran tan rápido. ¿Cómo te llevás con eso?
—En primer lugar: el de los escritores y las novelas es un éxito más bien modesto. Allí donde los músicos de rock son famosos, los escritores somos meramente prestigiosos. Lo que tú llamas el éxito de la novela es en realidad una excelente acogida por parte de los lectores y de la crítica, que se ha manifestado en lecturas muy inteligentes, en tener como lectores a escritores que me tienen a mí como lector y cuya obra yo respeto y admiro mucho. La experiencia, desde luego, es muy satisfactoria. De a ratos pienso que sabía que esto iba a suceder, sólo que no sabía cuánto iba a tomar: podía ser años, tal vez toda la vida, pero los libros que yo había escrito, que estaba escribiendo, iban a encontrar sus lectores.


LA VOZ PERDIDA, LA VOZ APREHENDIDA

Pron, sentado a una mesa del Café Comercial, frente a la Glorieta de Bilbao, me cuenta los dos motivos principales de su traslado a España luego de sus años de experiencia teutona. El primero es de índole personal: su pareja de hace unos años, una sevillana, quería volver a vivir cerca de sus padres; el segundo, de carácter profesional:

Entendí que para un escritor no es conveniente encontrarse lejos de sus lectores. Primero había creído que con agentes y amigos en Alemania podría solventar ese problema, pero acabé descubriendo que eso no sólo no es deseable, sino que no es posible. Hay un aspecto que me parece muy placentero: poder acceder a mis interlocutores, poder tener conversaciones como esta que estoy teniendo contigo, conversar con mis editores, tener un diálogo franco con críticos, con otros escritores… Todas cosas que descubrí que nadie iba a poder hacer por mí.

—¿Te costó dejar Alemania?
—Sí, fue una decisión muy difícil desde el punto de vista personal, porque yo estaba muy cómodo allí. Fue un proceso largo y dificultoso. Y más dificultoso fue el regresar a un país donde no se habla una lengua extranjera, y comenzar a sentirme cómodo en España. Pero valió la pena. Ahora estoy muy contento de estar aquí. No volvería a la Argentina, sin embargo, si esa es la próxima pregunta.

—No era, pero ya que estamos: ¿no volverías por el momento, o te parece que tendría que pasar algo demasiado importante para que volvieras?
—Tendría que pasar algo tan importante como que la Argentina se convirtiera en Suiza, lo cual no va a suceder nunca. Que los argentinos dejaran de ser argentinos, y yo con ellos. Y si el país dejara de ser Argentina, de todas formas no regresaría nunca: iría a otro país.

—¿Por qué no volverías?
—He regresado tres veces desde que me marché, y siempre tuve la sensación de que el país es cada día más diferente. El lenguaje coloquial se transforma, las modas también, los actores y actrices que eran relevantes en el pasado ya no lo son, y con los escritores pasa lo mismo… El país sigue su camino y yo el mío, y ambos parecen ser cada vez más divergentes. Esta distancia con el país me permite, por una parte, entenderle con mucha mayor facilidad. Por otra, supone algunos problemas literarios. Por ejemplo: la forma en la que tienen que hablar los personajes.

—Esa sí era una pregunta.
—Por lo que he podido conversar con colegas y amigos, es un problema de todos los escritores argentinos que estamos fuera, y cada uno lo resuelve como quiere y puede. Sobre todo el voseo, una especificidad local que, para quienes la hemos perdido en el habla cotidiana, nos parece más bien una especie de rémora del pasado. Ante la disyuntiva de que mis personajes hablen como argentinos o no lo hagan, me planteo si son argentinos o no. En caso de que lo sean, pues naturalmente deberían hablar como argentinos. Pero está el otro aspecto: la lengua coloquial va cambiando. Y el gran temor de todo escritor argentino que vive fuera es que sus personajes acaben hablando como los personajes de Cortázar, que pretenden hablar un español coloquial del Río de la Plata y terminan hablando una especie de variante cursi del habla porteña de la década del 40 o el 50, las últimas décadas que Cortázar vivió allí. Probablemente si yo hiciera hablar a mis personajes como argentinos, lo harían como rosarinos de la década de los 90. Lo que sería desde luego insoportable, tanto para mí como para los lectores.

—Y hay otra cuestión: ya no cómo hablan los personajes sino cómo habla el narrador de un relato. Por ejemplo, en El comienzo de la primavera, hay un narrador que cuenta una historia alemana (por llamarla de alguna manera) usando términos del castellano de España. «Cogió» en lugar de «agarró» o «tomó», etc. ¿Cómo manejás eso?
—Es uno de los problemas literarios que pueden llegar paralizarte, si lo piensas bien. Una de las tareas más importantes del escritor es la búsqueda del lenguaje y de la voz del narrador. A menudo a la hora de buscar nuestra voz recurrimos a la forma en que hablamos cotidianamente, y la forma en que yo lo hago es esa. Durante años en Alemania sólo hablaba en castellano con españoles, y muchas palabras se me fueron pegando. Algunos somos más receptivos que otros para ciertas adherencias del lenguaje… Y finalmente acabé perdiendo mi acento y algunos rasgos propios del habla argentina. Pero creo que eso es parte de mi experiencia como escritor argentino que vive fuera, y me interesa que esa experiencia se vea reflejada, al menos sutilmente, en los libros que escribo. Sería ridículo que yo pretendiera escribir como si aún vivieran en Argentina, porque no lo hago.


LA JOVEN Y LAS VIEJAS GUARDIAS

A comienzos de este año, Pron participó de una gira de jóvenes escritores argentinos por España. El motivo era el lanzamiento en este país del libro La Joven Guardia, una antología de nueva narrativa argentina publicada originalmente en 2005. Sin embargo, hay varios puntos que diferencian a Pron de casi todos los demás miembros de tal selección; en particular, dos: comenzó a publicar muchos años antes que ellos y lleva varios años viviendo fuera del país. Por eso, la pregunta era inevitable: ¿se siente parte de esa Joven Guardia?

Sí —responde—. Cabría preguntarse qué es La Joven Guardia: yo los acompañé durante ese pequeño viaje con la intención de averiguar justamente eso. No los conocía personalmente, salvo a Maximiliano Tomas, y quería hacerlo. Al estar con ellos descubrí que había ciertas afinidades, que no tenían que ver con opiniones sobre literatura, ya que estas son muy divergentes, sino más bien con cierta experiencia generacional común y con un sentido del humor compartido. Lo único que pude sacar en claro, tras una semana viajando con ellos, es que para ser de La Joven Guardia hay que tener un gran sentido del humor. Y que ese sentido del humor es específicamente argentino.

—Bueno, es una manera de sentirse parte.
—Sí, me siento parte. Comparto y aprecio sus esfuerzos, algunos me interesan mucho como escritores, y quiero tenerlos como interlocutores, incluso aunque tengamos opiniones diametralmente opuestas sobre decenas de cosas, que incluyen la política argentina, el pasado reciente, etc. Yo imagino que ellos no tendrían ningún interés en escribir una novela como la mía, porque hay otras cosas que les preocupan más.Pero me siento parte de esa diversidad.

Me siento parte continúa también de una tradición literaria con la que ellos discuten, que es lo propio de todo escritor: discutir con lo que lo ha precedido. Mi relación con la tradición es de enorme interés y de satisfacción por ser leído como parte de ella. Mi deseo más profundo es un día poder decir que he sido un digno sucesor de algunos escritores que han sido muy influyentes y muy importantes para mí.

La tradición es un elemento que aparece en reiteradas ocasiones durante la charla. Pron habla de ella, de su relación con ella, de la relación que tienen con ella sus condiscípulos. ¿Cómo elabora él esa tradición de la que aspira a ser un digno sucesor? Nombra a Borges, Arlt y Walsh como una suerte de «clásicos» y luego enumera su constelación de autores vivos: César Aira, Ricardo Piglia, Alan Pauls, Rodrigo Fresán, Guillermo Saccomano, Sergio Chejfec, Elvio Gandolfo, Fogwill. Es incluso más específico: dice que sus libros «pueden ser leídos como parte de una tradición muy rica: la de la literatura argentina producida en el exterior, que en determinados períodos históricos, sobre todo al principio y durante períodos dictatoriales, fue la mejor». «Y esa idea tampoco me desagrada», agrega.

—Valorás mucho el sentirte parte de la tradición.
—He tenido la percepción en Alemania, en la Feria de Frankfurt, de que cuando eres presentado como «escritor argentino», los editores saben qué pueden esperar de ti y ponen el listón muy alto, mucho más alto de lo que lo pondrían si fueras presentado como un escritor nicaragüense o salvadoreño o de cualquier otra nacionalidad. Además, hay una ventaja: a diferencia de otras literaturas nacionales, donde en la opinión de muchos lectores todo es reducido a un nombre (por ejemplo, la literatura peruana para muchos no es más que Mario Vargas Llosa), la literatura argentina siempre tiene varios peces gordos. Varios grandes autores conviviendo. Y eso es una gran ventaja para nosotros. Pero también una responsabilidad: estar a la altura de los escritores del pasado y del presente. Y hacerlo en lo posible tan bien como ellos.

—Mayor responsabilidad y, si te ponen el listón más alto, requiere también un mayor esfuerzo.
—Sí. Pero es un estímulo muy importante. Si la tradición literaria se conformara por cuatro o cinco nombres más mediocres, el margen de error tal vez sería mayor, pero sería menor el interés que despertaría en los escritores el hecho de ser mejores que quienes los han precedido. Creo también que, desde el momento en que nuestra tradición literaria tiene a Borges, es una especie de batalla perdida de antemano para todos. Sólo te queda aprovechar lo mejor de ella y convertirte en un escritor para los lectores del presente, para aquellos con tus complicidades.


PENSAR EN TÉRMINOS DE LIBROS

En la conversación conmigo, Pron se muestra mucho más amable con sus colegas jovenguardistas que en el artículo que escribió para la revista peruana Etiqueta Negra, publicado en la edición de marzo. Allí deja entrever (por no decir directamente que lo deja ver) que ellos están mucho más preocupados por alcanzar el éxito comercial que por la literatura en sí misma.

«Mientras que en el pasado —afirma Pron en ese texto— el escritor se exhibía en público o daba entrevistas tan sólo como forma de apoyar la venta de su libro, que era el objeto de la producción literaria, en la actualidad el libro ya no es un fin en sí mismo, sino que sirve meramente como apoyo de la figura del escritor, como si éste fuera una marca que necesita sacar periódicamente nuevos productos al mercado para que los consumidores no olviden su nombre.»

Pone como ejemplo el caso de Juan Terranova, uno de sus compañeros de ruta, quien apuntó que de sus libros se venden «entre quinientos y seiscientos ejemplares» pero su blog recibe de 200 a 400 visitas por día. Según Pron, eso convierte al blog en «el espacio de intervención por excelencia del escritor argentino joven».

Y él se diferencia: no tiene blog. Lo que parece su blog es en realidad una web que aprovecha el soporte de Blogger pero —enfatiza Pron— es sólo un dosier de artículos. Entonces, ¿qué opinión le merecen los blogs?

En la Argentina el blog fue un instrumento bastante útil y productivo, porque permitió la emergencia de nuevos escritores en un momento, en particular después de 2001, en el cual muchos jóvenes no tenían acceso a la publicación. Sin editoriales que quisieran apostar por ellos, y en un país que tenía la cabeza en otras cosas antes que en leer libros, los blogs crearon redes de comunicación que ayudaron mucho a constituir lo que luego fueron afinidades literarias, amistades e incluso movimientos. Gran parte de la efervescencia de grupos y de lecturas públicas y de pequeñas editoriales independientes y autogestionadas que se vive hoy en Buenos Aires, es también producto de esas afinidades que se establecieron en el período de efervescencia de los blogs. Pero yo no participé de ese período, y quizá sea demasiado prejuicioso y considere que los escritores deben escribir libros.

—Y no blogs.
—Bueno, pueden escribir blogs, desde luego, pueden hacer lo que quieran. Pero yo escribo libros, pienso en términos de libros. Escribo relatos, y tan pronto como tengo una cantidad de relatos empiezo a pensar en qué clase de vínculos más o menos sutiles se establecen entre ellos y de qué modo podrían funcionar como un todo. Es decir, pienso en términos de colecciones y no de entradas. El carácter acumulativo de los blogs además me parece un poco desconcertante. Lo que no invalida, como digo, que haya escritores que puedan hacer un buen uso de ellos.

—¿Tenés una imagen de cómo te gustaría que te vieran en el futuro?
—En los años de la búsqueda de la voz como autor, creo que me imaginaba a mí mismo como el escritor que soy ahora. Pero no tengo ahora una imagen de mí a futuro. Un escritor es alguien que está naciendo y muriendo para los lectores con cada nuevo libro. Espero continuar en ese estado de perpetua transformación durante algún tiempo, escribiendo los libros que quiero escribir y encontrando complicidades con lectores, que es lo más importante de todo el asunto.

Si pensamos bien en la literatura —dice Pron, y es el final de la charla— vemos que es una especie de oficio ridículo, porque supone convertir un vicio privado, el de la mentira, en una virtud pública. Además es una tarea trabajosa y mal paga en la mayor parte de los casos. Y, desde luego, choca con una gran ingratitud. Los escritores buscamos verdad y sentido en un mundo que carece de ambos, y los ofrecemos con manos temblorosas a lectores que no quieren nada de eso. Y tienen toda la razón del mundo. Edipo salió en busca de la verdad y acabó ciego después de haber matado a su padre y haberse acostado con su madre: nadie quiere eso a la hora del desayuno en su casa. Pero algunos no aprendemos de esa experiencia histórica y seguimos escribiendo libros. Y yo espero seguir haciéndolo durante algún tiempo.

23.7.09

Demasiados ausentes para una situación dramática

Un comentario sobre "Cáritas in Veritate", por Marcelo Ciaramella,
sacerdote en Quilmes (Argentina) y licenciado en Ciencias Sociales y Humanidades

El título ya refleja mi sensación primera al leer el reciente documento papal sobre el desarrollo humano integral. La situación del mundo, esto es humanidad y entorno, se acerca al límite donde el tiempo para revertir la crisis se convertirá en cuenta regresiva.

Mis expectativas. ¿Qué esperaba que dijera un documento que intentaría reflejar una mirada cristiana del desarrollo humano? Esperaba un clamor urgente, más que una reflexión rica y valorable. El tiempo no está a favor. Esperaba una reflexión sobre la verdad, pero no como un monopolio de la fe católica, sino como una sinfonía que nace en la pluralidad para llegar a la unidad. Hubiera esperado alzar la voz contra la injusticia, la desigualdad, el genocidio y el ecocidio, en favor de los pobres de la señalando causas y causantes, obviando generalizaciones que parecen culpar por igual a víctimas y victimarios. En realidad hubiera esperado un documento interreligioso, intercultural, profético, esperanzador sobre la situación del mundo y con un llamamiento enérgico al cambio, ofreciendo caminos, denunciando maldades y omisiones, autocriticando el lugar que deberíamos asumir como Iglesia, llamando a gestos concretos de resistencia pacífica a la violencia del capitalismo liberal.

¿Sin ideología? La mirada del documento sobre el proceso de desarrollo mundial actual, intenta ser una mirada humanista, moral y no ideológica, según sus palabras. ¿Se puede prescindir de la ideología al analizar una realidad? No tener ideología, es tenerla. Decidir no hacer política, es hacerla. Está agotado el argumento de que la Iglesia no hace política o no se mete en política. No es realista pretender un análisis sin ideología. De hecho la mirada sobre el desarrollo económico es neoconservadora, con términos que pueden interpretarse "progresistas" (que hoy en día vaya uno a saber bien lo que es). Es llamativo ver el análisis periodístico. Cada medio ha interpretado palabras y términos según con que prisma lo haya visto. Para unos es progresista, para otras es nada, para otros es de derecha, para otros es una encíclica de izquierda de un papa conservador.

La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer. Esta es una expresión textual del documento. Es curioso que los documentos sobre bioética o moral sexual ofrezcan a menudo soluciones técnicas, minuciosas en muchos casos, y las apreciaciones sobre moral económica o social, no. No se entiende por qué se utilizan dos métodos diferentes en estos dos ámbitos de la moral. En realidad no soy partidario de que los documentos ofrezcan soluciones, sino aportes desde nuestra visión cristiana para el diálogo con otras opiniones que habría que escuchar también. Algunos documentos parecen hablar desde algún lugar neutral que lo pone como más allá de la experiencia cotidiana de la vida en el mundo.

Demasiadas ausencias. En mi opinión hay algunas omisiones importantes dado el tema y la urgencia.

a) El capitalismo: Los obispos españoles interpretaron la no mención del capitalismo (y del socialismo, que tampoco es nombrado) como muestra clara -según ellos- de la prescindencia de las ideologías para analizar la situación actual haciendo el hincapié más bien en los valores morales. A mi juicio no se puede obviar al capitalismo, ni a su desarrollo histórico, ni sus distorsiones o perversiones, ni a su esencia que excluye toda moral, para analizar la situación actual. Creo también que no se pueden analizar algunos fenómenos contemporáneos como el de la globalización, sin conectarlos con el capitalismo neoliberal. Para el documento tanto el mercado como la globalización no son ni buenos ni malos, todo depende de cómo se usen. Las relaciones entre mercado y Estado no son de fácil resolución y el documento da por sentado que está resuelto con una ética que desembocaría en un mercado “más justo” y por eso hay que intentar darle un control de parte del estado y una moralidad. Exculpar a la globalización y el mercado como si fueran neutros y desconectados de su origen me parece desacertado. Pedirle justicia al mercado es pedirle “peras al olmo” como reza el refrán popular. La carta encíclica “El desarrollo de los pueblos” (Populorum Progressio) que el presente documento rememora 42 años después, citó con toda claridad al capitalismo abonado por “un liberalismo sin freno que conduce a la dictadura” (PP 26)

b) Los espacios de elaboración de un nuevo paradigma económico-social: No hay mención alguna de los múltiples espacios de reflexión y búsqueda de un nuevo paradigma que supere al modelo capitalista neoliberal incorporando el cuidado y regulación de los recursos de la tierra. Sociedad del trabajo, ecosocialismo, socialismo del siglo XXI, un mundo donde quepan muchos mundos y tantos otros son los nombres de estas búsquedas representadas por el Foro Social Mundial, los movimientos antiglobalización, los movimientos sociales, los pueblos indígenas, etc. Ni se los menciona ni se participa eclesialmente en ellos. El documento silencia estos procesos de búsqueda, aprendizaje y reflexión y propone una y otra vez una moralidad del desarrollo, del mercado, del comercio, de la política. Tal vez porque le otorga validez a un sistema pervertido y –a mi juicio- sin posibilidades de regeneración. Me pregunto: ¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Cómo se "moraliza" algo que ha nacido y crecido sin moral? ¿Cómo aceptaría el capitalismo neoliberal, representado por los organismos financieros y los países desarrollados, una ética humanista o cristiana que equivaldría a su extinción? Recordé una expresión del sociólogo francés Edgar Morin: "Hay que pensar de nuevo al desarrollo para poder humanizarlo. ¿Cómo integrar la ética? No se puede hacer una inyección de ética como se hace una inyección de vitaminas en un cuerpo enfermo. El problema de la ética es que debe encontrarse en el centro mismo de este desarrollo”. Hay que replantear el desarrollo partiendo de una ética, no es posible llenar de ética a un sistema que la considera una amenaza para las ganancias. Pero lamentablemente la Iglesia diríamos “oficial” (no así muchos cristianos) está ausente de los espacios de reflexión y elaboración de nuevos paradigmas quizá porque cree que basta hacer correcciones al presente modelo para “humanizarlo”. ¿Se puede humanizar un monstruo?

c) La relación entre libertad e igualdad. La igualdad de derechos entre seres humanos es hoy indiscutible. La libertad es un bien de inapreciable importancia. Para que haya igualdad debe haber límites y barreras al ejercicio del poder político y económico, restringiendo así la libertad. Pero demasiados límites al poder pueden llevar a un exceso "despótico" de las mayorías. Moraleja: mucha igualdad puede afectar la libertad. Más vale libertad con un poco de desigualdad. Cuanto más democracia, más peligro para la libertad. Libre comercio, libre mercado, libre flujo de capitales, más desigualdad. Esta discusión cobra relevancia al mirar la desigualdad crónica que subyace al desarrollo en el capitalismo como si éste no tuviera la capacidad potencial de igualar la condición de vida de la humanidad. El documento habla de la necesidad del desarrollo con igualdad. Pero no menciona al liberalismo como raíz de de la no valoración de la igualdad distributiva. Populorum Progressio sí lo explicita con claridad: “los países industrialmente desarrollados ven en ella (la regla del libre cambio) una ley de justicia. Pero ya no es lo mismo cuando las condiciones son demasiado desiguales de país a país: los precios que se forman "libremente" en el mercado pueden llevar consigo resultados no equitativos. Es, por consiguiente, el principio fundamental del liberalismo, como regla de los intercambios comerciales, el que está aquí en litigio”. (PP 58)

d) El Reino de Dios. En la eclesiología posconciliar el Reino de Dios es la razón de ser de la Iglesia. En la predicación de Jesús es indiscutible la centralidad del Reino. Este símbolo polifacético con el que Jesús anuncia la vigencia de la alianza de Dios con la humanidad, de su proyecto de humanidad nueva presente en su propia vida, no es mencionado. El Concilio Vaticano II y en especial el documento “Anunciando el Evangelio” (Evangelii Nuntiandi) de Pablo VI resaltan esa presencia del Reino que no es mera liberación humana sino obra de Dios; no es solo histórica sino también esperanza futura; no es abstracto o desencarnado sino un mundo nuevo realizado desde la comunidad de creyentes en diálogo con la humanidad. Un término tan neotestamentario y posconciliar como escurridizo en los documentos de la Iglesia de estos tiempos.

El ángulo de observación del documento parece ser elevado, de sobrevuelo, haciendo equilibrio entre realidades evidentes no nombradas y un reflexión válida pero inocua; entre las cosas como son y una especie de de temor diplomático a herir susceptibilidades. La responsabilidad de la situación de emergencia planetaria y humanitaria, con un sexto de la población mundial bajo hambre es claramente del capitalismo liberal, la economía de casino, y la dictadura del mercado encarnada en los países desarrollados y los organismos financieros internacionales de modo preponderante, aunque haya una multitud de otras influencias.

Desde abajo, desde el llano, desde el Reino y los pobres la situación es dramática y clama al cielo. Pide un cambio de paradigma y no meras correcciones. Pide un resarcimiento de los daños ocasionados a la humanidad. No podemos aceptar que el deterioro de la vida de los seres humanos haya sido un error de cálculo. Nos pide a los creyentes involucrarnos en esa construcción ubicándonos con claridad en alguna parte. De parte de los pobres de la tierra, creo sin dudar.

1.1.09

Los 90 del cazador oculto

J. D. Salinger –Jerry para sus (escasos) amigos– no leerá este artículo, por supuesto. No leerá tampoco ninguno de los miles que en todo el mundo se publican hoy en ocasión de su cumpleaños número 90. Pero, a la distancia, desde su retiro voluntario de las afueras de Cornish, una pequeña ciudad en el estado de New Hampshire, nos despreciará a todos los que nos dedicarnos a escribir sobre él. Ese es el destino que eligió este escritor, uno de los más grandes que dio la literatura de Estados Unidos en el siglo XX, mito viviente que lleva décadas recluido, sin hacer apariciones públicas ni dar a la luz –ni a la legión de lectores que lo adoran– nuevos textos.

El cumpleaños, sin embargo, no pasará inadvertido para esa legión. Esos que, por ejemplo, dicen en un grupo de Facebook: “Todavía no sé por qué se suicidó Seymour Glass”. Los que no pueden evitar pensar en este personaje –el eje central de gran parte de la obra salingeriana publicada– cada vez que Seymour Skynner habla de su participación en una guerra (la de Vietnam). Los que releen incansablemente los cuatro volúmenes que Salinger nos legó, los que eligió dar a la imprenta, antes de decidir que “eso de publicar es un fastidio” y que “más le valdría al pobre imbécil que se deja atrapar por esa cuestión pasearse por la avenida Madison con los pantalones bajados”.

Esa es su opinión, si es que hemos de creerle a Joyce Maynard, la escritora norteamericana que vivió una traumática historia de –digamos– amor con Salinger, cuando ella tenía 18 años y él 53. El libro de memorias de Maynard, At home in the World (editado en español como Mi vida), cuyo episodio central consiste en ese romance, es uno de los textos a los que los fanáticos de Salinger acuden en busca de algo sobre él.

Y es que hay tan poco que el síndrome de abstinencia es muy fuerte: una biografía de Ian Hamilton, In Search of J. D. Salinger, que el propio Jerry podó por medios judiciales hasta el punto de hacerla decir poco y nada; otra biografía, escueta y pobre (Dream Catcher: A Memoir, traducida como El guardián de los sueños), escrita por su hija Margaret; el libro de Maynard, y los datos de fichero que aporta la Web: que nació el 1 de enero de 1919 y se crió en el seno de una familia judía de Nueva York, que combatió en la Segunda Guerra Mundial y formó parte del desembarco en Normandía, que publicó sus primeros cuentos en The New Yorker a fines de la década del 40…

UN CHICO EXTRAORDINARIO

Su libro más famoso es una novela, la única que publicó: The Catcher in the Rye, traducido como El cazador oculto (y también como El guardián entre el centeno). Narra el aprendizaje de Holden Cauldfield, un muchacho que se pierde en Nueva York y durante tres días tiene diversos encuentros en la ciudad. Desde esas primeras páginas, Salinger dice quién quiere ser: el personaje nos aclara que no quiere ponerse a contar “todas esas idioteces a lo David Copperfield”, porque lo aburre. Salinger tiene claro que no tiene intenciones de parecerse a Dickens. Sus parámetros son otros: Francis Scott Fitzgerald, Ring Lardner, Ernest Hemingway. Considera que tiene más talento que ellos, y además es más joven.

Eso se lo decía en una carta de la década del 40 a su antiguo profesor de escritura Whit Burnett. Esa carta, al igual que muchas otras de Salinger (un total de unas 200 páginas), se encuentra actualmente en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. En otra, dirigida al mismo Burnett y a Hemingway, cuenta que tiene varios cuentos y trabaja en una obra de teatro sobre “un chico extraordinario llamado Holden Caulfield”.

Rodrigo Fresán dice que hay muchos Salinger: un Salinger para todos (el de El cazador oculto), uno para alumnos de talleres literarios (Un día perfecto para el pez banana), uno para new age (Franny y Zooey) y un Salinger para Salinger (Seymour: una introducción). Como si su obra hubiera ido oscureciéndose, en previsión del momento en que el autor decidiera seguir escribiendo cada día –como dicen que sigue haciendo– pero guardarlos en una caja fuerte guardada dentro de la gran caja fuerte que es son su casa y su vida.

No cuesta nada imaginar un escenario: el día siguiente a aquel en que los medios anuncien la muerte de J. D. Salinger, sus hijos y demás herederos salen a decirle al mundo que hay cientos, miles de páginas inéditas para publicar, para beneplácito de lectores, editores y sus propias cuentas bancarias. Aunque tampoco es difícil imaginar que Salinger queme o haya quemado todos sus papeles (y a él sí que no lo vemos dejándole el encargo a un Max Brod complaciente). Y tampoco se puede descartar que en realidad no haya escrito nada más. Porque no le diera la gana, a lo Juan Rulfo.

AÑOS

En cualquier caso, la respuesta, si llega, llegará cuando el viejo Jerry decida terminar de irse de este mundo. Pero ¿cuánto falta para esto? Nadie lo sabe, pero tal vez mucho. Salinger, según cuenta Maynard, aspiraba a vivir 120 años, para lo cual se alimentaba con una dieta repleta de prohibiciones y compuesta casi exclusivamente por nueces, pasas, hortalizas, algunas frutas, palomitas de maíz y carne triturada de cordero, que se cocinaba durante un tiempo preciso a exactos 65 grados. Si el régimen surte el efecto esperado, habrá que esperar hasta 2039 para saber el final de la historia.

¿O puede haber otro desenlace? Parece difícil: cuando no es el propio Salinger el que hace todo lo posible para evitar que algo de su vida se haga público, como en el caso de la biografía de Hamilton, se activan otros sistemas de defensa. Peter Norton, el creador del famoso antivirus que lleva su nombre, pagó en 2002 más de 150 mil dólares por las cartas de Salinger que Joyce Maynard decidió subastar; las compró para devolvérselas al escritor o “para hacer con ellas lo que él desee”.

Mientras, los miles de fanáticos que en todo el mundo hacen de El cazador oculto y sus demás libros best-sellers constantes sueñan con una aparición como la del personaje de Sean Connery en Descubriendo a Forrester, película inspirada en su vida. Se imaginan la sorpresiva aparición pública de un anciano muy delgado y de pelo blanquísimo señalando la vieja foto de un muchacho con ganas de llevarse el mundo por delante, y diciendo: “Soy J. D. Salinger. Aquel que está allá”. Pero de los aplausos que vendrían después, el viejo Jerry, a sus 90 años, no quiere saber nada.