Por Cristian Vázquez
El acento argentino de Patricio Pron se quedó extraviado en algún lugar de Alemania. Luego de vivir durante casi ocho años en ese país, donde trabajó como asistente en la Universidad de Göttingen y elaboró su tesis doctoral sobre la obra de Copi, este rosarino habla hoy con una entonación y una pronunciación raras, un castellano difícil de atribuir a alguna región del mundo en particular.
El castellano, precisamente, volvió a ser el idioma de sus charlas casuales, de cuando baja a comprar el pan, de las indicaciones en la vía pública, en enero del año pasado, cuando decidió terminar su ciclo alemán y mudarse a Madrid. Y debieron pasar pocos meses para que se insertara, casi de golpe, en el universo literario español. Eso ocurrió con El comienzo de la primavera, obra ganadora del Premio Jaén 2008 y considerada una de las mejores novelas del año por el jurado del Premio Lara.
La excelente recepción del libro por parte de la crítica y los lectores se expresa en el fragmento de una carta publicada meses atrás en la Revista Eñe. Escribe Mónica Carmona, editora de Mondadori: «Empecé a leer El comienzo... con la misma esperanza tragicómica que tenemos siempre los editores: encontrar una novela que desprenda luz propia [...] Convencida de que tenía entre manos una novela sólida, terminé la lectura y pensé que se debía publicar; insisto, se debía publicar». Y así lo hizo.
—Hace unos meses decías que estabas un poco sorprendido por el éxito de la novela, que no esperabas que las cosas en España se te dieran tan rápido. ¿Cómo te llevás con eso?
—En primer lugar: el de los escritores y las novelas es un éxito más bien modesto. Allí donde los músicos de rock son famosos, los escritores somos meramente prestigiosos. Lo que tú llamas el éxito de la novela es en realidad una excelente acogida por parte de los lectores y de la crítica, que se ha manifestado en lecturas muy inteligentes, en tener como lectores a escritores que me tienen a mí como lector y cuya obra yo respeto y admiro mucho. La experiencia, desde luego, es muy satisfactoria. De a ratos pienso que sabía que esto iba a suceder, sólo que no sabía cuánto iba a tomar: podía ser años, tal vez toda la vida, pero los libros que yo había escrito, que estaba escribiendo, iban a encontrar sus lectores.
LA VOZ PERDIDA, LA VOZ APREHENDIDA
Pron, sentado a una mesa del Café Comercial, frente a la Glorieta de Bilbao, me cuenta los dos motivos principales de su traslado a España luego de sus años de experiencia teutona. El primero es de índole personal: su pareja de hace unos años, una sevillana, quería volver a vivir cerca de sus padres; el segundo, de carácter profesional:
—Entendí que para un escritor no es conveniente encontrarse lejos de sus lectores. Primero había creído que con agentes y amigos en Alemania podría solventar ese problema, pero acabé descubriendo que eso no sólo no es deseable, sino que no es posible. Hay un aspecto que me parece muy placentero: poder acceder a mis interlocutores, poder tener conversaciones como esta que estoy teniendo contigo, conversar con mis editores, tener un diálogo franco con críticos, con otros escritores… Todas cosas que descubrí que nadie iba a poder hacer por mí.
—¿Te costó dejar Alemania?
—Sí, fue una decisión muy difícil desde el punto de vista personal, porque yo estaba muy cómodo allí. Fue un proceso largo y dificultoso. Y más dificultoso fue el regresar a un país donde no se habla una lengua extranjera, y comenzar a sentirme cómodo en España. Pero valió la pena. Ahora estoy muy contento de estar aquí. No volvería a la Argentina, sin embargo, si esa es la próxima pregunta.
—No era, pero ya que estamos: ¿no volverías por el momento, o te parece que tendría que pasar algo demasiado importante para que volvieras?
—Tendría que pasar algo tan importante como que la Argentina se convirtiera en Suiza, lo cual no va a suceder nunca. Que los argentinos dejaran de ser argentinos, y yo con ellos. Y si el país dejara de ser Argentina, de todas formas no regresaría nunca: iría a otro país.
—¿Por qué no volverías?
—He regresado tres veces desde que me marché, y siempre tuve la sensación de que el país es cada día más diferente. El lenguaje coloquial se transforma, las modas también, los actores y actrices que eran relevantes en el pasado ya no lo son, y con los escritores pasa lo mismo… El país sigue su camino y yo el mío, y ambos parecen ser cada vez más divergentes. Esta distancia con el país me permite, por una parte, entenderle con mucha mayor facilidad. Por otra, supone algunos problemas literarios. Por ejemplo: la forma en la que tienen que hablar los personajes.
—Esa sí era una pregunta.
—Por lo que he podido conversar con colegas y amigos, es un problema de todos los escritores argentinos que estamos fuera, y cada uno lo resuelve como quiere y puede. Sobre todo el voseo, una especificidad local que, para quienes la hemos perdido en el habla cotidiana, nos parece más bien una especie de rémora del pasado. Ante la disyuntiva de que mis personajes hablen como argentinos o no lo hagan, me planteo si son argentinos o no. En caso de que lo sean, pues naturalmente deberían hablar como argentinos. Pero está el otro aspecto: la lengua coloquial va cambiando. Y el gran temor de todo escritor argentino que vive fuera es que sus personajes acaben hablando como los personajes de Cortázar, que pretenden hablar un español coloquial del Río de la Plata y terminan hablando una especie de variante cursi del habla porteña de la década del 40 o el 50, las últimas décadas que Cortázar vivió allí. Probablemente si yo hiciera hablar a mis personajes como argentinos, lo harían como rosarinos de la década de los 90. Lo que sería desde luego insoportable, tanto para mí como para los lectores.
—Y hay otra cuestión: ya no cómo hablan los personajes sino cómo habla el narrador de un relato. Por ejemplo, en El comienzo de la primavera, hay un narrador que cuenta una historia alemana (por llamarla de alguna manera) usando términos del castellano de España. «Cogió» en lugar de «agarró» o «tomó», etc. ¿Cómo manejás eso?
—Es uno de los problemas literarios que pueden llegar paralizarte, si lo piensas bien. Una de las tareas más importantes del escritor es la búsqueda del lenguaje y de la voz del narrador. A menudo a la hora de buscar nuestra voz recurrimos a la forma en que hablamos cotidianamente, y la forma en que yo lo hago es esa. Durante años en Alemania sólo hablaba en castellano con españoles, y muchas palabras se me fueron pegando. Algunos somos más receptivos que otros para ciertas adherencias del lenguaje… Y finalmente acabé perdiendo mi acento y algunos rasgos propios del habla argentina. Pero creo que eso es parte de mi experiencia como escritor argentino que vive fuera, y me interesa que esa experiencia se vea reflejada, al menos sutilmente, en los libros que escribo. Sería ridículo que yo pretendiera escribir como si aún vivieran en Argentina, porque no lo hago.
LA JOVEN Y LAS VIEJAS GUARDIAS
A comienzos de este año, Pron participó de una gira de jóvenes escritores argentinos por España. El motivo era el lanzamiento en este país del libro La Joven Guardia, una antología de nueva narrativa argentina publicada originalmente en 2005. Sin embargo, hay varios puntos que diferencian a Pron de casi todos los demás miembros de tal selección; en particular, dos: comenzó a publicar muchos años antes que ellos y lleva varios años viviendo fuera del país. Por eso, la pregunta era inevitable: ¿se siente parte de esa Joven Guardia?
—Sí —responde—. Cabría preguntarse qué es La Joven Guardia: yo los acompañé durante ese pequeño viaje con la intención de averiguar justamente eso. No los conocía personalmente, salvo a Maximiliano Tomas, y quería hacerlo. Al estar con ellos descubrí que había ciertas afinidades, que no tenían que ver con opiniones sobre literatura, ya que estas son muy divergentes, sino más bien con cierta experiencia generacional común y con un sentido del humor compartido. Lo único que pude sacar en claro, tras una semana viajando con ellos, es que para ser de La Joven Guardia hay que tener un gran sentido del humor. Y que ese sentido del humor es específicamente argentino.
—Bueno, es una manera de sentirse parte.
—Sí, me siento parte. Comparto y aprecio sus esfuerzos, algunos me interesan mucho como escritores, y quiero tenerlos como interlocutores, incluso aunque tengamos opiniones diametralmente opuestas sobre decenas de cosas, que incluyen la política argentina, el pasado reciente, etc. Yo imagino que ellos no tendrían ningún interés en escribir una novela como la mía, porque hay otras cosas que les preocupan más.Pero me siento parte de esa diversidad.
Me siento parte —continúa— también de una tradición literaria con la que ellos discuten, que es lo propio de todo escritor: discutir con lo que lo ha precedido. Mi relación con la tradición es de enorme interés y de satisfacción por ser leído como parte de ella. Mi deseo más profundo es un día poder decir que he sido un digno sucesor de algunos escritores que han sido muy influyentes y muy importantes para mí.
La tradición es un elemento que aparece en reiteradas ocasiones durante la charla. Pron habla de ella, de su relación con ella, de la relación que tienen con ella sus condiscípulos. ¿Cómo elabora él esa tradición de la que aspira a ser un digno sucesor? Nombra a Borges, Arlt y Walsh como una suerte de «clásicos» y luego enumera su constelación de autores vivos: César Aira, Ricardo Piglia, Alan Pauls, Rodrigo Fresán, Guillermo Saccomano, Sergio Chejfec, Elvio Gandolfo, Fogwill. Es incluso más específico: dice que sus libros «pueden ser leídos como parte de una tradición muy rica: la de la literatura argentina producida en el exterior, que en determinados períodos históricos, sobre todo al principio y durante períodos dictatoriales, fue la mejor». «Y esa idea tampoco me desagrada», agrega.
—Valorás mucho el sentirte parte de la tradición.
—He tenido la percepción en Alemania, en la Feria de Frankfurt, de que cuando eres presentado como «escritor argentino», los editores saben qué pueden esperar de ti y ponen el listón muy alto, mucho más alto de lo que lo pondrían si fueras presentado como un escritor nicaragüense o salvadoreño o de cualquier otra nacionalidad. Además, hay una ventaja: a diferencia de otras literaturas nacionales, donde en la opinión de muchos lectores todo es reducido a un nombre (por ejemplo, la literatura peruana para muchos no es más que Mario Vargas Llosa), la literatura argentina siempre tiene varios peces gordos. Varios grandes autores conviviendo. Y eso es una gran ventaja para nosotros. Pero también una responsabilidad: estar a la altura de los escritores del pasado y del presente. Y hacerlo en lo posible tan bien como ellos.
—Mayor responsabilidad y, si te ponen el listón más alto, requiere también un mayor esfuerzo.
—Sí. Pero es un estímulo muy importante. Si la tradición literaria se conformara por cuatro o cinco nombres más mediocres, el margen de error tal vez sería mayor, pero sería menor el interés que despertaría en los escritores el hecho de ser mejores que quienes los han precedido. Creo también que, desde el momento en que nuestra tradición literaria tiene a Borges, es una especie de batalla perdida de antemano para todos. Sólo te queda aprovechar lo mejor de ella y convertirte en un escritor para los lectores del presente, para aquellos con tus complicidades.
PENSAR EN TÉRMINOS DE LIBROS
En la conversación conmigo, Pron se muestra mucho más amable con sus colegas jovenguardistas que en el artículo que escribió para la revista peruana Etiqueta Negra, publicado en la edición de marzo. Allí deja entrever (por no decir directamente que lo deja ver) que ellos están mucho más preocupados por alcanzar el éxito comercial que por la literatura en sí misma.
«Mientras que en el pasado —afirma Pron en ese texto— el escritor se exhibía en público o daba entrevistas tan sólo como forma de apoyar la venta de su libro, que era el objeto de la producción literaria, en la actualidad el libro ya no es un fin en sí mismo, sino que sirve meramente como apoyo de la figura del escritor, como si éste fuera una marca que necesita sacar periódicamente nuevos productos al mercado para que los consumidores no olviden su nombre.»
Y él se diferencia: no tiene blog. Lo que parece su blog es en realidad una web que aprovecha el soporte de Blogger pero —enfatiza Pron— es sólo un dosier de artículos. Entonces, ¿qué opinión le merecen los blogs?
—En la Argentina el blog fue un instrumento bastante útil y productivo, porque permitió la emergencia de nuevos escritores en un momento, en particular después de 2001, en el cual muchos jóvenes no tenían acceso a la publicación. Sin editoriales que quisieran apostar por ellos, y en un país que tenía la cabeza en otras cosas antes que en leer libros, los blogs crearon redes de comunicación que ayudaron mucho a constituir lo que luego fueron afinidades literarias, amistades e incluso movimientos. Gran parte de la efervescencia de grupos y de lecturas públicas y de pequeñas editoriales independientes y autogestionadas que se vive hoy en Buenos Aires, es también producto de esas afinidades que se establecieron en el período de efervescencia de los blogs. Pero yo no participé de ese período, y quizá sea demasiado prejuicioso y considere que los escritores deben escribir libros.
—Y no blogs.
—Bueno, pueden escribir blogs, desde luego, pueden hacer lo que quieran. Pero yo escribo libros, pienso en términos de libros. Escribo relatos, y tan pronto como tengo una cantidad de relatos empiezo a pensar en qué clase de vínculos más o menos sutiles se establecen entre ellos y de qué modo podrían funcionar como un todo. Es decir, pienso en términos de colecciones y no de entradas. El carácter acumulativo de los blogs además me parece un poco desconcertante. Lo que no invalida, como digo, que haya escritores que puedan hacer un buen uso de ellos.
—¿Tenés una imagen de cómo te gustaría que te vieran en el futuro?
—En los años de la búsqueda de la voz como autor, creo que me imaginaba a mí mismo como el escritor que soy ahora. Pero no tengo ahora una imagen de mí a futuro. Un escritor es alguien que está naciendo y muriendo para los lectores con cada nuevo libro. Espero continuar en ese estado de perpetua transformación durante algún tiempo, escribiendo los libros que quiero escribir y encontrando complicidades con lectores, que es lo más importante de todo el asunto.
Si pensamos bien en la literatura —dice Pron, y es el final de la charla— vemos que es una especie de oficio ridículo, porque supone convertir un vicio privado, el de la mentira, en una virtud pública. Además es una tarea trabajosa y mal paga en la mayor parte de los casos. Y, desde luego, choca con una gran ingratitud. Los escritores buscamos verdad y sentido en un mundo que carece de ambos, y los ofrecemos con manos temblorosas a lectores que no quieren nada de eso. Y tienen toda la razón del mundo. Edipo salió en busca de la verdad y acabó ciego después de haber matado a su padre y haberse acostado con su madre: nadie quiere eso a la hora del desayuno en su casa. Pero algunos no aprendemos de esa experiencia histórica y seguimos escribiendo libros. Y yo espero seguir haciéndolo durante algún tiempo.