Cuento, por Cristian Vazquez
Era como el personaje de una tragedia,
montado en una obstinación sin límites
Eduardo Luis Duhalde
Nervioso, una vez más se acercó a la ventana enrejada. Miró hacia la calle. Había pasado un rato largo ya del mediodía, pero el tiempo se estiraba y él sabía que las horas se harían interminables hasta la noche.
Fuga era una palabra que conocía, pero su mente se resistía a aceptar que esto era una nueva fuga. Repliegue, quizás. Reordenamiento. No era una fuga, pensaba mientras revisaba una vez más sus papeles, su escaso equipaje. Examinó el pasaporte. Raúl Garzón. Observó la fotografía: qué raro se veía con esos anteojos y esos rulos. Se miró en el espejo, que le devolvía esa imagen que no era la suya, y estaba bien, ese día no debía ser él, debía ser Raúl Garzón, pero cómo. Cómo haría, él, que no estaba dispuesto a abandonar el rol que le había tocado en suerte, como si fuera el héroe de una tragedia griega. Cómo podía dejar de ser Robi.
—¿Seguro no querés comer nada?
—Sí, en serio, no quiero, gracias. ¿Se durmió el nene?
—Me parece que sí.
Como en una tragedia griega, el destino ataba los cabos a sus espaldas y se acercaba agazapado para darle la última puntada. Tres horas antes, Fernando le había comunicado a la mujer de los ojos celestes que no fueron, que esperó infaustamente en Vicente López y no fueron. Luego, una banda lo había chupado a Domingo en la estación Rivadavia. Tal vez todo estuviera relacionado; tal vez una pieza del dominó hubiera caído arrastrando a las demás a su paso, una por una; tal vez el edificio de Villa Martelli estuviera desmoronándose mientras él observaba por la ventana enrejada. Pero no lo sabía, y no tenía modo de saberlo.
El día era frío y nublado, como todos aquellos días de julio. Robi volvió a alejarse de la ventana y a mirarse en el espejo. Se vio desde afuera, como en un sueño: tenía unos rulos rarísimos, y unos anteojos cuadrados casi absurdos. Casi no se reconocía.
La Panamericana, pensó, nuevamente con los ojos a través del enrejado de la ventana. La Ruta Panamericana. Allí estaba, trunca, vestida de tristeza. ¿La irán a terminar algún día? ¿Estará unida América algún día? No era un buen momento para preguntárselo: él, que siempre había perseguido su destino contra toda dificultad, debía irse. No era una fuga, no, porque aun en sus fugas él había marchado hacia su sueño. Pero era un julio duro, un invierno demasiado difícil.
—Robi.
—Qué.
—¿Estás bien?
La mujer de los ojos celestes no quiso acercársele demasiado.
—Sí. Sí.
—Te veo con la mirada perdida…
—No, quedate tranquila. Estoy bien.
Entonces se alejó de la ventana y trató de descansar. Faltaban horas todavía para la noche; volvió a revisar sus papeles. Raúl Garzón. Se tocó el costado, sintió la dureza del revólver, se sintió seguro: palpó entre sus ropas el arma que le había regalado Salvador Allende y se sintió seguro.
Qué raro que es todo, pensó, parece una fuga pero no es una fuga, acomodándose por enésima vez los extraños anteojos de marco cuadrado.
En esos momentos, un Falcon verde sin patente surcaba las calles de Villa Martelli se acercaba al edificio.
—Seguro usted no es policía, ¿no? —me dice el hombre. Es totalmente pelado y tiene dos o tres profundas estrías en la calva. Entonces era el encargado de aquel edificio de Villa Martelli. El miedo todavía se le ve en los ojos.
—No, quédese tranquilo. Soy periodista. Escritor.
—Bueno, pregúnteme.
—Cuénteme usted.
Toma aire, parece prepararse y luego se larga a hablar, con el acento cordobés que no ha perdido.
—Era un día fresco, como las dos, dos y pico de la tarde. Tocan el timbre, lo que nunca a esa hora, salgo y lo primero que veo es la credencial del Ejército. Era el hombre que después lo matan. Me asusto, imaginesé. Estaban de civil, los cuatro. Me preguntan por la familia Munich, del cuarto B. No me voy a olvidar nunca, porque yo los había conocido a esos muchachos, y no sé, vio, no había tenido trato con ellos pero vio cuando alguien le parece raro. Dije zas, cagamos. Sí, les digo. Me piden que los acompañe. Cómo no los iba a acompañar, el tipo me estaba mostrando la credencial del Ejército y los otros tenían unas matracas que mamma mía. Entré a mi departamento no me acuerdo por qué, pero cuando salí, esa imagen no me la olvido más, salí y vi al tipo que me indica un gesto que yo vaya adelante, no cuento el cuento, pensé. Usted por ahí es muy joven, ¿se da una idea de lo que le digo?
—Sí, claro —le contesto.
—Subimos por las escaleras. Fueron las escaleras más largas de mi vida. Cuando llegamos al cuarto piso, el militar me dice lo que quiere que haga: que llame a la puerta para que alguien abra, que cuando abran yo corra. Corra hasta la escalera y baje corriendo, me dice el tipo. Con el frío que hacía y yo casi traspiraba. Me acerqué a la puerta y ellos se escondieron a los costados. Hoy, tantos años después, le puedo decir que fue el momento de más cagazo de toda mi vida, con perdón de la palabra. ¿Sabe lo que es estar ahí? Bueno, la cuestión es que toco timbre y espero. Esperé y creo que hasta le pedí a Dios que no hubiera nadie, que no abriera nadie, que nadie contestara. Pero me contestan: ¿sí? Soy Daniel, el encargado, le digo, creo que era la chica de ojos claros, que era la esposa. Y claro, me abre. Yo salí corriendo, y después no sé, escucho que uno grita ríndanse, hijos de puta, y tiros, un tiroteo impresionante, creo que nunca bajé tan rápido una escalera, cuando llego abajo el edificio ya estaba lleno de milicos. No sé cómo llegaron tan rápido. La verdad, no sé.
¡Ríndanse, hijos de puta!, el alarido del capitán Juan Carlos Leonetti.
¡El Ejército!, grita la mujer de los ojos celestes y traba la puerta, y corre hacia el cuarto donde están la otra mujer y el niño.
La otra mujer está embarazada.
El niño se ha despertado.
Robi lleva su mano a la cintura y extrae el arma que le regalara el hombre que murió donde debía morir. Instintivamente corre hacia la ventana. Pero la ventana está enrejada. Fatalmente, la ventana está enrejada.
Un golpe. Dos. Tres, y la puerta se astilla. Al cuarto está rota y el capitán Leonetti ingresa al departamento. Robi lanza al aire un viva y dispara y el capitán cae con los borceguíes hacia delante y se mancha de sangre el pulóver marrón. El hombre, el soldado nato, se defiende con un revólver. Ahora sí puede ser una fuga, piensa quizás, sabiendo que había bajado a uno, ahora sí.
Pero es un invierno demasiado difícil.Los falsos anteojos de marco cuadrado caen a un costado, el revólver de Salvador Allende al otro. Mario Roberto Santucho se desploma. Es el fin. El olor a pólvora persistirá un buen rato en el aire. Los diarios del mundo darán cuenta de su muerte en los días siguientes.
montado en una obstinación sin límites
Eduardo Luis Duhalde
Nervioso, una vez más se acercó a la ventana enrejada. Miró hacia la calle. Había pasado un rato largo ya del mediodía, pero el tiempo se estiraba y él sabía que las horas se harían interminables hasta la noche.
Fuga era una palabra que conocía, pero su mente se resistía a aceptar que esto era una nueva fuga. Repliegue, quizás. Reordenamiento. No era una fuga, pensaba mientras revisaba una vez más sus papeles, su escaso equipaje. Examinó el pasaporte. Raúl Garzón. Observó la fotografía: qué raro se veía con esos anteojos y esos rulos. Se miró en el espejo, que le devolvía esa imagen que no era la suya, y estaba bien, ese día no debía ser él, debía ser Raúl Garzón, pero cómo. Cómo haría, él, que no estaba dispuesto a abandonar el rol que le había tocado en suerte, como si fuera el héroe de una tragedia griega. Cómo podía dejar de ser Robi.
—¿Seguro no querés comer nada?
—Sí, en serio, no quiero, gracias. ¿Se durmió el nene?
—Me parece que sí.
Como en una tragedia griega, el destino ataba los cabos a sus espaldas y se acercaba agazapado para darle la última puntada. Tres horas antes, Fernando le había comunicado a la mujer de los ojos celestes que no fueron, que esperó infaustamente en Vicente López y no fueron. Luego, una banda lo había chupado a Domingo en la estación Rivadavia. Tal vez todo estuviera relacionado; tal vez una pieza del dominó hubiera caído arrastrando a las demás a su paso, una por una; tal vez el edificio de Villa Martelli estuviera desmoronándose mientras él observaba por la ventana enrejada. Pero no lo sabía, y no tenía modo de saberlo.
El día era frío y nublado, como todos aquellos días de julio. Robi volvió a alejarse de la ventana y a mirarse en el espejo. Se vio desde afuera, como en un sueño: tenía unos rulos rarísimos, y unos anteojos cuadrados casi absurdos. Casi no se reconocía.
La Panamericana, pensó, nuevamente con los ojos a través del enrejado de la ventana. La Ruta Panamericana. Allí estaba, trunca, vestida de tristeza. ¿La irán a terminar algún día? ¿Estará unida América algún día? No era un buen momento para preguntárselo: él, que siempre había perseguido su destino contra toda dificultad, debía irse. No era una fuga, no, porque aun en sus fugas él había marchado hacia su sueño. Pero era un julio duro, un invierno demasiado difícil.
—Robi.
—Qué.
—¿Estás bien?
La mujer de los ojos celestes no quiso acercársele demasiado.
—Sí. Sí.
—Te veo con la mirada perdida…
—No, quedate tranquila. Estoy bien.
Entonces se alejó de la ventana y trató de descansar. Faltaban horas todavía para la noche; volvió a revisar sus papeles. Raúl Garzón. Se tocó el costado, sintió la dureza del revólver, se sintió seguro: palpó entre sus ropas el arma que le había regalado Salvador Allende y se sintió seguro.
Qué raro que es todo, pensó, parece una fuga pero no es una fuga, acomodándose por enésima vez los extraños anteojos de marco cuadrado.
En esos momentos, un Falcon verde sin patente surcaba las calles de Villa Martelli se acercaba al edificio.
—Seguro usted no es policía, ¿no? —me dice el hombre. Es totalmente pelado y tiene dos o tres profundas estrías en la calva. Entonces era el encargado de aquel edificio de Villa Martelli. El miedo todavía se le ve en los ojos.
—No, quédese tranquilo. Soy periodista. Escritor.
—Bueno, pregúnteme.
—Cuénteme usted.
Toma aire, parece prepararse y luego se larga a hablar, con el acento cordobés que no ha perdido.
—Era un día fresco, como las dos, dos y pico de la tarde. Tocan el timbre, lo que nunca a esa hora, salgo y lo primero que veo es la credencial del Ejército. Era el hombre que después lo matan. Me asusto, imaginesé. Estaban de civil, los cuatro. Me preguntan por la familia Munich, del cuarto B. No me voy a olvidar nunca, porque yo los había conocido a esos muchachos, y no sé, vio, no había tenido trato con ellos pero vio cuando alguien le parece raro. Dije zas, cagamos. Sí, les digo. Me piden que los acompañe. Cómo no los iba a acompañar, el tipo me estaba mostrando la credencial del Ejército y los otros tenían unas matracas que mamma mía. Entré a mi departamento no me acuerdo por qué, pero cuando salí, esa imagen no me la olvido más, salí y vi al tipo que me indica un gesto que yo vaya adelante, no cuento el cuento, pensé. Usted por ahí es muy joven, ¿se da una idea de lo que le digo?
—Sí, claro —le contesto.
—Subimos por las escaleras. Fueron las escaleras más largas de mi vida. Cuando llegamos al cuarto piso, el militar me dice lo que quiere que haga: que llame a la puerta para que alguien abra, que cuando abran yo corra. Corra hasta la escalera y baje corriendo, me dice el tipo. Con el frío que hacía y yo casi traspiraba. Me acerqué a la puerta y ellos se escondieron a los costados. Hoy, tantos años después, le puedo decir que fue el momento de más cagazo de toda mi vida, con perdón de la palabra. ¿Sabe lo que es estar ahí? Bueno, la cuestión es que toco timbre y espero. Esperé y creo que hasta le pedí a Dios que no hubiera nadie, que no abriera nadie, que nadie contestara. Pero me contestan: ¿sí? Soy Daniel, el encargado, le digo, creo que era la chica de ojos claros, que era la esposa. Y claro, me abre. Yo salí corriendo, y después no sé, escucho que uno grita ríndanse, hijos de puta, y tiros, un tiroteo impresionante, creo que nunca bajé tan rápido una escalera, cuando llego abajo el edificio ya estaba lleno de milicos. No sé cómo llegaron tan rápido. La verdad, no sé.
¡Ríndanse, hijos de puta!, el alarido del capitán Juan Carlos Leonetti.
¡El Ejército!, grita la mujer de los ojos celestes y traba la puerta, y corre hacia el cuarto donde están la otra mujer y el niño.
La otra mujer está embarazada.
El niño se ha despertado.
Robi lleva su mano a la cintura y extrae el arma que le regalara el hombre que murió donde debía morir. Instintivamente corre hacia la ventana. Pero la ventana está enrejada. Fatalmente, la ventana está enrejada.
Un golpe. Dos. Tres, y la puerta se astilla. Al cuarto está rota y el capitán Leonetti ingresa al departamento. Robi lanza al aire un viva y dispara y el capitán cae con los borceguíes hacia delante y se mancha de sangre el pulóver marrón. El hombre, el soldado nato, se defiende con un revólver. Ahora sí puede ser una fuga, piensa quizás, sabiendo que había bajado a uno, ahora sí.
Pero es un invierno demasiado difícil.Los falsos anteojos de marco cuadrado caen a un costado, el revólver de Salvador Allende al otro. Mario Roberto Santucho se desploma. Es el fin. El olor a pólvora persistirá un buen rato en el aire. Los diarios del mundo darán cuenta de su muerte en los días siguientes.
"Robi" pertenece al libro Cuentos, antología publicada por el Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires con los relatos seleccionados en el concurso "Arte Joven 2003". El jurado estuvo compuesto por Vicente Battista, Juan Martini y Graciela Nocetti.
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