15.11.05

Mansuba

Dejar el pequeño hotel, que en esos dos días había sido tan amable conmigo, me producía una extraña nostalgia, pero Mariano y Paula me iban a esperar para emprender el regreso y yo quería pasar por la estación abandonada antes de que dejáramos el pueblo.
La mañana era muy fría, a pesar de que el cielo estaba despejado y que el sol ya asomaba por detrás de los caserones. La estación, me habían indicado el día anterior, estaba a seis cuadras del hotel. Cuando comencé a caminar, me crucé con una camioneta de reparto de pan, un diariero en bicicleta, niños que iban al colegio solos o acompañados por sus madres. Una humedad espesa cubría el asfalto de las calles. Todos esos niños venían del barrio que está detrás de las vías, donde no hay escuelas. La mayoría arrastraban sus mochilas con rueditas y soportes de plástico. Iban hacia el centro; yo iba al revés. Me sentí como un pez que nada contra la corriente, como una golondrina confundida.
A lo lejos, vi que la estación era tal como me la había imaginado. El abandono (en la cúpula, en las paredes descascaradas) se hacía más evidente a medida que me acercaba.
Media cuadra antes de la estación, y aunque el tiempo no me sobraba, decidí entrar en un bar, un local muy pequeño incrustado entre un galpón abandonado y una casa con ventanas muy altas, con postigos de dos hojas. Me había invadido la necesidad de un desayuno caliente.
Apenas entré, sentí un intenso aroma a café con leche. Una viejísima radio Spika ronroneaba un tango sobre el mostrador, al lado de un escaparate que exhibía más medialunas de grasa que de manteca. Me acomodé en una de las mesas que daban a la calle, junto a una ventana. El mozo no tenía aspecto de mozo. Parecía, más bien, el único empleado del bar. Dejó el diario abierto sobre el mostrador, se acercó y me dijo buenos días.
—Buenos días —respondí, y le pedí un café con leche con tres medialunas.
El ambiente allí dentro era muy agradable, calefaccionado por una pantallita de gas que ardía en lo alto. En la radio terminó el tango que estaba sonando y empezó otro. El hombre preparó mi pedido aplicadamente y luego me lo alcanzó.
—Está fresco, ¿no? —me dijo el mozo al rato, cuando yo ya estaba desayunando.
—Un poco —respondí—, pero se aguanta.
—¿Usted no es de acá, no?
El hombre parecía esforzarse en entablar una conversación. Lo miré un poco extrañado.
—No —dije.
—¿De Buenos Aires?
—Casi.
Me quedé callado. Me di cuenta de que estaba siendo muy cortante, y no quería pasar por maleducado, así que tomé otro sorbo y le pregunté cómo se había dado cuenta.
—Acá en el pueblo nos conocemos todos. Es imposible que aparezca un joven que sea de acá y yo no lo haya visto nunca.
Miré la calle a través del vidrio. Una joven llevaba a dos niños emponchados que arrastraban las mochilas sobre sus rueditas por la vereda. Más allá, la escena se repetía. Como casi no pasaban autos, muchos iban por el asfalto; cada tanto se escuchaba el timbre metálico de una bicicleta. Después volví mi mirada al interior del bar. El mozo había seguido hojeando el diario sin ningún apuro. Detrás de él, colgado en la pared, había un póster en blanco y negro de un equipo de fútbol, tomado de un diario que parecía Crónica pero no era. Un reloj, en cuyo marco de plástico envejecía una publicidad de Coca-Cola, señalaba las siete y media pasadas. Las paredes estaban resquebrajadas en la parte superior. En el techo había manchas de humedad. Sólo después vi, sobre el mostrador, más allá de la radio y las medialunas, un tablero de ajedrez, con las piezas dispuestas como a la mitad de una partida.
Haciendo un ademán con las cejas, dije:
—Ajedrez.
—Sí —dijo el hombre, que parecía dispuesto a hablar de cualquier cosa con tal de que conversáramos—. ¿Conoce la historia de este ajedrez?
Le dije que no. No tenía por qué conocerla, pensé. Casi en un mismo movimiento, el hombre bajó el tablero con cuidado y se acercó a mí. Lo apoyó en la mesa contigua a la mía. Pronunciando cada sílaba como si fuera una maestra de escuela, explicó:
—Esta partida tiene ya quince años.
Lo miré extrañado, una vez más.
—La están jugando dos amigos —prosiguió—, dos viejos del pueblo. Muy amigos, eh. Resulta que era un grupo de cuatro amigos de toda la vida, de acá del pueblo. Habían sido compañeros de escuela, del secundario, después se fueron a estudiar a La Plata, no se recibió ninguno, volvieron, y acá hicieron de todo: trabajaron, escribieron, fueron periodistas, uno de ellos empleado del ferrocarril, otro en el correo. Un par llegaron a ser concejales. Tipos correctísimos, jamás la menor sospecha. Se dice que tuvieron durante muchos años un proyecto, que pidieron ayuda al gobierno de la provincia, un dinero para llevarlo a cabo. Pero el dinero nunca llegó.
—¿Proyecto de qué?
—Nadie lo sabe. Sólo ellos. Bueno, y si alguien más lo sabe, nunca dijo nada.
Quedó un rato en silencio y luego agregó:
—Eran poetas, también. Venían acá a escribir. Antes este lugar era mucho más concurrido…
—¿Ya no escriben más?
—No. Un día, hace quince años, estaban acá dos de ellos, Enrique Mastrodonato y Horacio Rodríguez, habían empezado una partida de ajedrez. No eran de jugar al ajedrez muy seguido, pero esa vez empezaron una partida. Ésta. Era una tarde de invierno, oscurecía. No sé si habrían movido dos piezas cada uno cuando los interrumpieron. Yo estaba ahí parado, ahí, donde estuve hasta hace un ratito. Todavía me parece que siento esa correntada de aire frío cuando entró Julio, el hijo de Rodríguez, estaba pálido y tenía los ojos enormes y de la puerta nomás dijo: mataron a Orlando. Orlando Sagardoy, que era uno de los dos que no estaban acá. Lo asaltaron unos muchachones que no eran del pueblo, y por lo que cuentan el viejo les había dado el reloj y la billetera y un collarcito que tenía, pero se resistió a darles el anillo, que era la alianza de matrimonio, y después de un forcejeo le clavaron un cuchillo en el costado, abajo del brazo. Se fue en sangre, el viejo. Cuando lo encontraron ya estaba muerto.
El hombre hizo una pausa. Yo terminé mi café con leche. Afuera seguía pasando gente. Después el mozo siguió:
—No sé cuánto habrán tardado en reaccionar los dos que estaban acá. Creo que tuvo que ver cómo les dieron la noticia. Se levantaron despacio, se pusieron los abrigos mientras salían, y con una mirada me dijeron que dejara el tablero así. Con una mirada, porque después de tantos años hay cosas que ya no se dicen, con una mirada basta.
Y después me señaló la calle. Un hombre caminaba hacia la estación. Arrastraba los pies sobre el asfalto, muy lentamente, ayudándose con un bastón; tenía un traje marrón, una boina de felpa y una bufanda gris anudada bajo el mentón. Miraba todo el tiempo hacia delante, como un caballo.
—Ése es el otro —dijo el mozo—. Ramón Dávila, el que le dije que era empleado del ferrocarril. Él estaba en la estación cuando le dieron la noticia, pero no trabajando sino esperando a su hija que vivía en La Plata y estaba por llegar. Dicen que éste era el mejor poeta de los cuatro, pero fue el que peor quedó. Parece que se volvió loco del todo. ¿Sabe qué hace ahora? Va cada mañana, puntualmente a esta hora, a la estación abandonada, se sienta en un banco del andén, y espera. De vez en cuando se acerca a las vías y mira el horizonte, como si tratara de ver si llega el tren. Parece que lo que espera es que Sagardoy vuelva en un tren, y como se fue cuando él estaba en la estación, va a volver en otro momento en que él esté ahí.
Miré al viejito que caminaba por la calle hasta que se perdió de mi vista.
—¿Siguió trabajando en el ferrocarril después de aquello?
—Sí, pero en ese momento el ferrocarril ya estaba trabajando mal, y un par de años después lo cerraron. En el noventa o noventa y uno, no me acuerdo bien, se fue el último tren. Ahora sólo pasan algunas noches los trenes de carga. La familia de Dávila no sabe si es que el viejo no los escucha, o que sí los escucha y eso le da más esperanzas. Pero es así: llega a esta hora a la estación y espera, hasta que le da hambre, a eso de las dos. A esa hora vuelve y se encierra en la casa hasta la mañana siguiente.
El hombre se quedó en silencio. Yo me acomodé en la silla y observé el tablero de ajedrez al alcance de mi mano. Era un hermoso tablero, con base de madera y arabescos negros en los bordes. Los reyes estaban todavía en sus posiciones originales; la mayoría de las demás piezas, no. Pero estaban todas: aún no habían tomado ninguna. Las negras estaban un poco mejor posicionadas, a simple vista, pero el juego era cerrado, sin resquicios. Típico, pensé, de una partida con largos intervalos entre movida y movida.
—Los otros dos siguen su partida. Pero no están bien, no quedaron bien. Nunca acuerdan cuándo vendrán. Una vez cada tanto aparece alguno, se sienta y con una mirada me pide que le acerque el tablero. Se pasa horas mirándolo, esperando que llegue el otro. Pero el otro casi nunca llega. En estos quince años se habrán encontrado… cinco veces, o seis. Yo fui testigo de esos encuentros y ¿sabe qué? Nada: no cambiaron ni una sola palabra. Pensaban y repensaban mirando el tablero pero no se dijeron nada, como si se vieran todos los días. Y no se ven nunca. Aparte, el bar se quedó en el tiempo. Desde que cerraron la estación venimos en decadencia. Cada mes que pasa me pregunto si el dueño no lo irá a cerrar, si seguiré teniendo trabajo.
Volví a mirar hacia la calle, inundada de mochilas con rueditas. Luego miré el tablero una vez más. Y de pronto tuve una revelación. En mi mente, sin que me lo hubiera propuesto, como un dibujo, como el plano para hallar un tesoro enterrado, apareció la solución: las blancas podían dar mate en seis movimientos. Era como en esos problemas de las revistas: Juegue y dé mate. Ya los árabes, que inventaron el ajedrez, redactaban esos acertijos. Mansuba, les llamaban. El estado de aquella partida era precisamente eso: un mansuba. Las blancas debían entregar algunas piezas, pero terminaban dando mate a pesar de que antes tomaban sólo un par de peones.
No supe qué hacer, no supe si decírselo al mozo o hacer alguna otra cosa. Me sentí desconcertado. Le pedí al mozo que me cobrara. Después me puse la campera y la bufanda.
Alguien, alguna vez, me dijo algo así: el número de las aperturas y de las movidas y de las combinaciones posibles es enorme pero no es infinito. Por eso, el número de las partidas posibles tampoco es infinito: bastaría tener el tiempo suficiente para jugarlas todas. Esa idea me vino a la cabeza mientras me preparaba para salir de aquel bar. Y me pregunté, mientras caminaba hacia la puerta, si aquella partida ya habría sido jugada alguna otra vez.
Antes de que saliera, el mozo me habló.
—Anoche estuvo uno de ellos.
Estuve a punto de preguntarle algo, pero no dije nada. Creo que fue lo mejor. Sonreí apenas, y salí.
Seguía haciendo mucho frío, a pesar de que el sol estaba un poco más arriba. Consulté de nuevo el reloj: eran las ocho y cinco. Caminé hasta el medio de la calle y desde allí eché una última mirada a la vieja estación. Dávila debía estar allí, pensé, sentado en un banco, o parado en el borde del andén, asomado, estirando los ojos. Unos chicos de guardapolvo pasaron al lado mío, corriendo, llegaban tarde. A mí no se me hacía tarde: Mariano y Paula me esperarían, no se irían sin mí. Pero respiré hondo, metí las manos hasta el fondo de los bolsillos de mi campera y empecé a caminar hacia el centro, casi arrastrando los pies sobre el asfalto, lentamente, de espaldas a la estación.

1 comentario:

Paula dijo...

excelente relato...me gustaria saber si fue escrito por vos. aunque no te conosca, llegue a este blog por las casualidades de la vida, pero me parecio muy interesante y decidi chusmearlo todo. Me encanto esta historia, la verdad que un placer haber encontrado tu blog. Tal vez por el hecho de ser estudiante de periodismo fue que me senti atraida por tu historia y por tus historias, pero la cuestion es que aqui estoy y aunque para vos sea poco revelante queria que supieras que fuiste de inspiracion para una simple aspirante a periodista.
saludos y gracias
Paula