23.12.05

Las tetas de Devoto

Cuento de Alejandro Dolina, El libro del fantasma (1999)

Los Narradores de Historias han inventado muchas mentiras.
Por culpa de ellos, la gente ha llegado a dudar de cosas tan evidentes como el Ángel Gris de Flores y -por otro lado- hay quienes creen en leyendas tan fantásticas como la del ferrocarril que corría entre Sáenz Peña y Villa Luro.
Sin embargo, los Hombres Sensibles de Flores creían en la palabra de los Narradores e iban todas las noches a la casa en ruinas que está frente a la estación a hacerse referir cuentos por unas monedas.
Allí oyeron hablar de Isabel, la tetona de Devoto.
La primera vez que escucharon la historia no se sorprendieron demasiado: al parecer, en Villa Devoto había una muchacha un poco rara que tenía una nube en el pecho.
Pero los Narradores se complacían repitiendo sus relatos y cada vez agregaban detalles nuevos. En una segunda versión se supo que quien veía a Isabel no podía dejar de pensar en sus tetas. Más adelante se indicó que la mujer se escapaba de los hombres y que nadie había conseguido enamorarla jamás.
Algunos meses mas tarde, ya eran varios los hombres de Flores que juraban haberla visto. Bernardo Salzman, el jugador de dados, creyó reconocerla desde la ventanilla del tranvía Lacroze, en una visión fugaz pero imborrable. Jorge Allen, el poeta, pretendía haber visto su sombra en la calle Simbrón. Manuel Mandeb la había sospechado a sus espaldas en el subterráneo pero no se había animado a darse vuelta.
En ese entonces, para los muchachos del Ángel Gris aquello era apenas un asunto picaresco. Pero una noche de noviembre, el más codicioso de los narradores, un individuo maloliente al que llamaban Letrina, contó la historia de Isabel sin ocultar nada. Y allí estaba oyendo -para su desgracia- Manuel Mandeb.
-Las tetas de Isabel son las más portentosas de la Tierra. Pero eso no es todo: el hombre que alcance a contemplarla conocerá el Gran Secreto. Entrará en posesión de las terribles verdades de la vida, el arte y el amor. Pero las tetas de Devoto no están hechas para cualquiera. Hay un sólo hombre señalado por el destino para asomarse a todos los misterios del Universo. Si otro caballero se atreviera a espiar lo que no debe, moriría en el acto. Nadie sabe quién es el hombre indicado. Isabel. sin embargo, lo espera y está segura de reconocerlo. Se dice que el hombre le dejará como regalo una herradura.
Manuel Mandeb preguntó enseguida dónde vivía semejante hembra. Pero el Narrador exigió un nuevo aporte de dinero para continuar. Ante la insolvencia general, decidió retirarse.
Para el pensador, el caso se transformó en una obsesión. Anduvo inspeccionando pechugas por todos los barrios y siguiendo los pasos de cuanta tetona se le atravesaba. Amigos desocupados lo ayudaban en su búsqueda: Ives Castagnino, el músico de Palermo; el ruso Salzman; Allen, el poeta, y Jaime Gorriti, el quinielero de Caseros.
Una tarde de diciembre, Mandeb dio con una muchacha que conocía la leyenda. Ella no pudo aportarle datos nuevos pero le dejó una pregunta inquietante:
-¿Qué pasaría si usted no fuera el Hombre Elegido?
-No vale la pena vivir si uno no es el Hombre Elegido -contestó Mandeb-, y le arrancó la blusa.
Desde otros barrios comenzaron a llegar rumores.
Alguien sabía algo sobre una gitana de la calle Sanabria. Otros hablaban de una morocha de Villa Crespo. Pero lo más interesante fue la noticia de la extraña muerte de Lorenzo Lugo, un reonmbrado picaflor de José Ingenieros. Lo encontraron tirado bajo un puente de la General Paz, agonizante. Antes de morir en el hospital Pirovano, dijo cosas incomprensibles acerca de unas tetas.
Algunas semanas depués, el Narrador Sucio lo aclaró todo. Lugo había pasado casualmente frente a la casa de Isabel y alcanzó a verla baldeando el patio. De pronto, en un movimiento brusco, uno de los Colosos de Devoto saltó fuera del batón y desató la tragedia.
Varias muertes y desapariciones fueron atribuidas al pecho fatal, pero era casi seguro que los Narradores exageraban.
Durante todo el verano, los Hombres Sensibles buscaron indicios y esperaron señales.
El seis de marzo, Manuel Mandeb encontró una herradura de plata.
Entonces perdió toda compostura. Andaba todo el día por Villa Devoto y tocaba los timbres de las casas haciéndose pasar por vendedor de rifas. Cada noche soñaba con Tetas Ciclópeas que nunca alcanzaban a descubrírsele totalmente: velos, sábanas y breteles le negaban la sabiduría.
Hasta que una tarde, durmiendo la siesta, tuvo un sueño diferente: vio una casa con una verja muy alta y un yuyal selvático en el frente. Era una casa espantosa y el miedo lo despertó.
Dando por suficiente el dato soñado, Mandeb hizo un anuncio solemnte en la esquina de Artigas y Aranguren.
-Llegó la hora -recitó- la noche es fresca, el viento sopla desde Liniers, la luna es brillante. Y yo ya sé dónde encontrar a Isabel.
Eran cinco: Manuel Mandeb, Jorge Allen, Bernardo Salzman, Ives castagnino y Jaime Gorriti.
-Esta noche, si tenemos suerte, vamos a ver las tetas más hermosas del mundo y sabremos el secreto del amor y de la vida.
Salzman, el hombre de los dados, se atrevió a una objeción:
-Si no entendí mal el cuento, aquí venimos sobrando cuatro.
-Es cierto- admitió Mandeb- solamente un hombre ha sido señalado para este asunto. Pero si entre nosotros está el elegido, ya habrá tiempo de conversar. Y tal vez la visión de uno será la visión de todos.
Los muchachos de Flores partieron rumbo a Devoto. Atravesaron todo Villa del Parque. Cruzaron las vías del Pacífico. Manuel Mandeb olisqueaba el aire y trataba de orientarse.
Anduvieron dando vueltas cerca de una hora más. A veces interrogaban a los caminantes, pero nadie supo decirles nada. Finalmente, el olfato de Mandeb -o la casualidad- los condujo hasta una calle que iba agonizando hacia la General paz. En el rincón más oscuro de la cuadra, Manuel Mandeb pegó un salto.
-Es aquí... es aquí. Esta es la casa que soñé. Aquí vive Isabel.
Tocaron el timbre y esperaron. Pasaron como cinco minutos.
-No hay nadie...
- Tal vez no funcione el timbre... -Ives Castagnino empezó a golpear las manos. Gorriti se lució con un silbido agudísimo.
A lo lejos se abrió una puerta. Un momento después, una figura lamentable se fue acercando entre los yuyos.
El espectro llegó a la puerta. Era una vieja flaca y desencajada. El batón le llegaba hasta los pies. En la cabeza llevaba un pañuelo negro.
-¿Qué buscan aquí?
-Buscamos a Isabel.
-Aquí no hay nadie. Váyanse...
-No mienta, señora... Sabemos que Isabel vive aquí.
-No. Aquí no hay nadie... - La vieja dio media vuelta y se fue alejando hacia la casa.
Una lechuza cantó en lo alto. Jorge Allen se santiguó.
-Es aquí -insistió Mandeb-. Esa vieja no nos quiere dejar entrar, pero es aquí.
Desde la casa llegó el sonido de un piano que tocaba el vals "Lágrimas y sonrisas".
Allen volvió a tocar el timbre. El piano calló. Manuel Mandeb tomó una decisión.
-Por una vieja loca no me voy a preder la ocasión de conocer el Gran Secreto... Vamos a saltar la verja.
Ayudándose unos a otros, los hombres de Flores salvaron los fierros oxidados y saltaron al yuyal. Caminaron despacio, sin hablar. Cada tanto, alguno se reía de puro miedo.
En algún lugar se abrió una puerta. Enseguida aparecieron ocho perros, como sombras negras y aullantes.
Mandeb trataba de razonar con los animales mediantes silbidos y palabas tranquilizadoras.
-Chiquito, chiquito... bueno, bueno...
Un perro le tiró un terrible tarascón. El ruso Salzman consiguió un palo y empezó a repartir golpes a ciegas. Jorge Allen pegaba patadas con sus enormes zapatones y recibía mordiscos en los tobillos. Los hombres estaban aterrorizados. Ya casi no podían defenderse.
Desde la casa se oyó un silbido. Los perros se pararon en seco y un momento después corrieron hacia el lugar de donde habían salido.
Los muchachos de Flores quedaron tendidos en el yuyal, sucios, exhaustos, mordidos y con olor a perro.
Una sombra se acercó al grupo.
-¿Qué quieren aquí?
Era un sujeto inmenso. Un gigante. Estaba armado con un viejo trabuco naranjero.
El ruso Salzman tuvo ánimo para contestar.
-Quédese tranquilo, maestro. Venimos a ver a Isabel.
-Aquí no hay nadie -dijo el gigante -. Y váyanse, a ver si no les meto un perdigón en el balero.
Mandeb metió la mano en el bolsillo y sacó trabajosamente la herradura de plata.
-Tome, tome. Esto le va a interesar.
El gigante tomó la herradura y la examinó con cuidado.
-Usted puede pasar -dijo mirando a Mandeb-. Los otros se rajan.
-Los señores vienen conmigo. Yo me hago responsable.
-Está bien. Vamos.
Guiados desde atrás por el trabuco, entraron en un pasillo con olor a humedad. Después pasaron a una sala grande y oscura. El gigante los hizo sentar en unos sillones mugrientos. Volvieron a escuchar el piano.
-Esperen aquí quietitos.
El gigante se esfumó.
Al rato apareció una figura que ocultaba su cara con una gorra de enorme visera. Sin decir nada los guió por un sinnúmero de pasillos. En uno de los corredores vieron a un perro atado. Gorriti creyó reconocer a uno de los monstruos del yuyal y le acomodó un zapatazo brutal. El animal lanzó un horrible aullido. El hombre de la gorra no dijo nada.
Durante todo el trayecto los incomodaba un hedor pestilente.
-Qué olor a podrido...
-A mí me resulta familiar.
Salzman tuvo una revelación. Con la mayor rapidez arrancó la gorra del guía.
-Miren a quién tenemos aquí...
Era el Narrador sucio, el llamado Letrina.
-¿Qué hace usted en este lugar?
-Ya lo ve. Estoy terminando de contar una historia.
Al final del último pasillo había una puerta roja. El roñoso la abrió con una llave enorme.
-Adelante.
Entraron en una habitación llena de tapices y cortinados. En el centro había una cama inmensa. Los hombres de Flores se acomodaron en unas banquetas forradas en terciopelo. El Narrador los dejó solos.
Gorriti convidó cigarrillos. Esperaron un rato en silencio, concentrados en sus heridas y en sus dolores. Ya habían dejado de fumar, cuando apareció una mujer espléndida.
-¡Isabel! -gritó el ruso Salzman-. Miren... miren qué mina.
Era en realidad una hembra notable.
-No soy Isabel -confesó-. Apenas soy Ivette.
-¿Dónde está Isabel? -preguntó Mandeb.
-Ya vendrá, ya vendrá. Depende de ustedes. Presten atención.
La mujer adelantó sus manos y con elegancia recitó:

Miren mis manos. Dicen que una de ellas
es la salud y cura las heridas.
Quien la roce tendrá valor y fuerza
en todos los momentos de su vida.

La otra mano es la peste y quien la toque
padecerá tormentos y dolores.
Ahora hay que elegir: no se equivoquen.
¿Quién se atreve a arriesgar? Jueguen, señores.

Castagnino se levantó y besó la mano derecha.
Los hombres de Flores sintieron un extraño bienestar y las mordeduras desaparecieron en ese mismo instante.
La mujer tiró de una cinta y su vestido se abrió.

Miren mis pechos: son como dos lunas
que de otras brindan pálida noticia.
Uno es la buena suerte y da fortuna
por siete años al que lo acaricia.

El otro es la desgracia, ya lo saben.
Tocarlo es desacierto y es derrota.
Vamos, señores, que en sus manos caben
la sombra y la ventura. ¿Quién se anota?

Jorge Allen se adelantó temblando. Dudó un instante y luego acarició suavemente el pecho izquierdo de Ivette.
-Acertó también el poeta.
Hubo una pequeña ovación. Los amigos se abrazaron. Ivette volvió a recitar.

Ahora les digo: miren mis mejillas
-Y aquí es donde se empieza a jugar fuerte-
Se puede besar una, que es la vida...
se puede besar otra, que es la muerte.

Manuel Mandeb se levantó rápidamente. Se acercó a Ivette y le puso las manos sobre las mejillas. Entonces recitó.

Nadie vaya a copar. A mí me toca.
Yo soy el que ha venido para eso.
El jugador que apostará en tu boca
a la vida y la muerte con un beso.

Y la besó.
-Vamos, Ivette -dijo Manuel tiernamente-, Isabel espera.
Ivette lo miró con cierta melancolía. Se cerró el vestido y se fue para siempre.
Los Hombres del Ángel Gris quedaron solos de nuevo. Otra vez volvió a escucharse el piano.
Una cortina se descorrió y apareció Isabel.
Todos temblaron. Todos supieron que era ella.
Manuel Mandeb lloró de emoción o tal vez de alarma: los ojos de aquella mujer conocían - lo supo enseguida - toda su vida. Ahora no tenía ninguna duda: el elegido era él.
Isabel fue directamente hacia el pensador de Flores.
-Será un momento nada más -anunció.
-No importa.
-Tus amigos deben irse.
-Mis amigos se quedan. Han sufrido mucho para llegar aquí.
-Está bien... todos merecen el don. Pero no sé si enseñando mis pechos no los haré más desgraciados.
-Más vale ser sabio que dichoso... ¡A ver esas tetas!...
La mujer caminó hacia el centro de la habitación. Mandeb miraba ansioso. Isabel lo llamó. Lo besó en la frente y observándolo con aquellos ojos que lo sabían todo, le acarició la cabeza.
-Pobrecito...
Después, lentamente fue desabotonándose la camisa. Los hombres de Flores temblaban. Los pechos fueron apareciendo de a poco, como lunas de verano, como soles en el mar. En un amanecer de tetas saltó el último botón.
En ese momento, Mandeb comprendió que algo terrible iba a ocurrir y trató de detenerla. Pero ya era tarde: las Tetas de Devoto estaban desnudas y brillantes como estrellas.
Pero fueron estrellas fugaces.
Por un instante los hombres sintieron un dolor dulce, como una puñalada de felicidad.
Pero enseguida, un segundo después, como palomas heridas, las Tetas se marchitaron y cayeron.
La hembra fantástica envejeció de golpe y se convirtió en la vieja que habían visto antes. Las arrugas brotaron en la piel y las piernas se arquearon. La sonrisa piadosa fue una risotada de burla. Pero peor fue lo que ocurrió con los ojos. Aquellos ojos lo sabían todo, pero ya no les importaba nada.
La habitación se llenó de un vapor oloroso. Por una puerta aparecieron unos sujetos atléticos con la piel untada de aceite y armados con enormes cuchillos. Gritaban o quizá cantaban en una lengua desconocida. La vieja empezó una danza repugnante, moviéndose con lujuria y agitando las piernas surcadas de venas moradas.
Los hombres armados, sin dejar de gritar, se fueron acercando a los hombres de Flores. Uno de ellos desgarró la camisa de Mandeb y trató de besarlo en el hombro.
El pensador retrocedió rápidamente y soltó una voz de mando firme y decidida.
-Rajemos.
Castagnino apenas pudo esquivar a la vieja que le mostraba una lengua de color violeta. Los amigos huyeron por los corredores. El Narrador de Historias trató de cerrarles el paso, pero no lo consiguió. Por suerte, el gigante no apareció.
Cuando llegaron al yuyal, los cinco muchachos vieron que ya nadie los perseguía. De todas maneras, siguieron a la gran carrera mientras saltaban los fierros, oyeron el piano que seguía tocando "Lágrimas y sonrisas".
Siempre corriendo cruzaron Villa Devoto y llegaron medio muertos a Floresta. Con los ojos llenos de lágrimas siguieron caminando en silencio hasta Flores.
Sin hablar, se fueron separando. Castagnino tomó un taxi hasta Palermo. Gorriti se subió al 53 para ir a Caseros. Salzman se despidió en la puerta de su casa.
En la esquina de Artigas y Aranguren, Jorge Allen le dijo al pensador:
-Por un momento creí que de verdad íbamos a conocer el Gran Secreto... y me aterroricé.
-Quién sabe -contestó Manuel Mandeb-. Yo tengo miedo de que realmente lo hayamos conocido.

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